Máncora, una historia de amor

Langosta. Pulseras. Masajes. Manuel que teje trenzas en el pelo. Piezas de decoración en base a restos marinos. Libros. Paseos a caballo. Jetski. Variedad de pareos e indumentaria de la india y, hasta la lectura del tarot.

Máncora, te conozco hace casi 17 años y nunca dejas de sorprenderme y, espero que nunca dejes de hacerlo.

El refugio de Hemingway, donde se perdía para escribir, descansar y respirar mar.

El point obligado de surfistas, aventureros y amantes de la vida marina.

La escapada romántica, la luna de miel, los días tranquilos de noches en penumbra.

La primera vez que fui a Máncora fue con mi novio a un hotel con cabañitas rusticas a pocos pasos del mar. Paseábamos de la mano- mientras nos terminábamos de conocer- por una playa casi desierta que nos regalaba el murmullo del mar, el vuelo de gaviotas sin destino y muchas conchitas en la arena que yo recogía y enjuagaba en piscinas de formación natural. Esas famosas pocitas hechas de roca, arena y el vaivén del mar.

Remojábamos los pies, nos tomábamos fotos y no terminábamos de planear el futuro.

Estábamos viviendo el momento y habíamos escogido a Máncora de testigo.

Casi todos los días almorzábamos en el hotel- la pesca del día- con el dueño del hotel. Inclusive un día nos invitó a salir con él en su yate y yo tuve la suerte de pescar un mero de considerable tamaño que se convirtió en un delicioso ceviche y pescado a la menieur.

Las idas al pueblo eran escasas, sólo para hacer un par de llamadas a Lima y alguna que otra vez para comer un cebichito en una pequeña fonda. No había más que hacer en el pueblo, que era una tripita polvorienta que se extendía vertical como continuación de la Panamericana Norte.

Después de dos viajes a Máncora, muchas charlas y una apuesta a ciegas, mi novio se convirtió en mi esposo y nuestras visitas a Máncora un ritual que nos gusta repetir.

Nos gusta escaparnos solos, con nuestras hijas, con amigos y ahora con familia re estrenada que incluye a León y su descubrimiento y fascinación por el mar.

Cuando viajamos en familia nuestras visitas al pueblo son casi destino seguro después de una siesta que mis hijos interrumpen ansiosos.

No nos resistimos a los deliciosos postres de La Bajadita. Nos empachamos sin culpa con el Brownie con fudge y su infaltable helado de vainilla. Otra tarde nos animamos a probar el Pye de uvas borgoñas y quedamos deleitados.

Parte de la aventura es el viaje obligado en mototaxi.  Esa carrera por camino de tierra y baches no deja de ser parte del encanto que hemos experimentado tantas veces. Primero, cómplices, enamorados de la mano, luego, felices, arreconchumados en familia, después con cautela por un nuevo embarazo y, ahora, observando la cara alucinada de León por poder andar en moto de verdad.

En algunos de nuestros viajes hemos alquilado casa y decidido escaparnos de la rutina del trabajo y desde nuestro refugio con palmeras y vista al mar estar conectadísimos con wifi. Los mails entran y salen y, así, disfrutamos de los placeres de Máncora sin tanta culpa.

En las mañana podemos comprar langosta a algún pescador que la acaba de sacar del mar. La trae vivita y coleando y mi esposo se encarga de regatear precio con él. Al poco rato viene el chico, al que le compramos pareos el día anterior, y nos trae una concha de nácar -hábilmente pulida y trabajada- convertida en un sujetador de pareos. Su hermana vende cantidad de collares y pulseras, los que más llaman nuestra atención son los de shakiras, de colores tierra, azules y verde esmeralda.

Manuel me teje una trenza en el pelo, combinando mi cabello con hilo de cera al mejor estilo macramé. Mi hija se anima por una igual pero de colores más brillantes.

En la tarde viene Mayra, la señora que hace masajes y además ofrece, por el mismo precio, sesión de reflexología. Pruebo sus maravillosos masajes y la manera como relaciona el cuerpo con la planta de los pies. Me diagnostica que sufro de estreñimiento y masajea mi colon en mi pie izquierdo.

Al final de la tarde no nos resistimos y regresamos a disfrutar de un postre en el pueblo y a pasear mirando artesanías.

Mis hijas deciden probar un poco de deporte de aventura y programan zip line para el día siguiente.

En el pueblo hay gran movimiento de gente. Mi marido y yo caminamos de la mano por la trocha de tierra que es el poblado de Máncora. Pasan los camiones y los buses interprovinciales que parecen rozarnos a su paso.

Resulta increíble que uno de los puntos más turísticos y prometedores del Perú se haya quedado estancado en su proyecto urbanístico y desarrollo vial. La Panamericana Norte sigue pasando por en medio del pueblo.

Regresamos a la casa para coronar esa visita con una cena inolvidable. Teo nos espera con un desenfreno de langosta que disfrutamos con yucas y plátano frito. Brindamos con champagne frío y aplaudimos a Teo que nos ha engreído toda esa semana con inolvidables ceviches de ostras, tiraditos de pejerrey, pescados a la plancha y su norteñisimo seco de cabrito.

En, ésta, nuestra última visita a Máncora no hemos alquilado casa, sino que nos hemos instalado en el encantador hospedaje de unos queridos amigos argentinos.

Aquí, hoy, varios viajes después del inicio de esta historia, empiezo a  reencontrarme con esas cositas que me hablan del principio, de esos días que remojábamos los pies con incertidumbre y que sin planearlo empezamos a planear nuestra vida juntos. Cerca al mar, de la mano y con Máncora como testigo de esta historia de amor.

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